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domingo, 22 de julio de 2012

Reflectores oblicuos.

Aviso al lector:
El siguiente escrito que redacto puede contener pistas indeseadas para aquel que no haya leído el libro '' Los renglones torcidos de Dios ''. Un libro que en cualquier caso recomiendo.







Para A. Gould, en quien nunca creí ni por un momento en su inocencia, más que en los escuálidos cimientos de mi formada opinión sobre su personalidad. Sus desvaríos, propios de un achacado círculo vicioso y de poca soltura, me vieron sometida a la mayor de las desesperaciones. Su increíble poder de seducción, dada su maravillosa agilidad con el lenguaje, no siendo menos portentosa su habilidad para engatusar y enlazar cualquier desvarío ( al que yo llamo derrame cognitivo preconcebido ) es intachable. Finura, escuetas alabanzas a su persona, pero de gran peso, le contaban a su personalidad un liviano soplo sagaz encubierto por una delgada capa de abrume anglosajón, como el velo de seda que se halla desgarrado bajo el simple roce de un fina hoja de katana japonesa.
Los tarareos de su ausencia, la perspicacia inaudita con la que logró mancillar no sólo el nombre del Dios del que se hallaba presa, sino, del propio recoveco de su turbia mente.
Rectificar es de sabios, más no por ello disgregó errata alguna en su historial, más bien una poderosa jactancia de banalidades superfluas remitidas con la mayor de las pulcritudes, de hito en hito. Hallándose Diosa, poderosa, venerada, como la corriente incipiente de un río que a punto está de llenar con sus aguas las asiduas vidas de quienes viven en desierto.
Me considero una fiel amante de los repiqueteos vesánicos que supieron promover tal alarmante alteración en la opinión de altas influencias médicas.

Os dejo con una maravillosa copla de Manrique.

              38

No tengamos tiempo ya
en esta vida mezquina
por tal modo,
que mi voluntad se encuentra
conforme con la divina 
para todo;
Y consiento en mi morir
con voluntad  placentera
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura.
                           Jorge Manrique

domingo, 1 de julio de 2012

Bramido.





El retículo del humo apompado en tus pulmones. La gracia del garfio que desgarra y encarna el pecho. Filigrana y a hilvanar de nuevo el descompuesto. Sonríes, mientras vuelves a dedicarme una sonrisa, esas que siempre dije que guardabas en la recámara para las ocasiones en que tuvieras que salir despavorida. Me señalas con el trémulo zurcir de la enfermera novata y acaricias mis oídos con susurros que claudican en chirridos. ¿Hay mayor fe que la tuya para este recorrido de inciertos caminos?
Corroen los versos sobre mis paredes, las que avasallé en mis pasados con delicada pluma de presión nervuda, que tomaron consciencia de mi verdad y dieron paso a la libertad que aprisionaba en mis labios. Vosotras, que sois fuentes de mi desate, de la verdad de un mañana que nunca existió, del recorrido por mis recuerdos, que bogan perdidos pero que aún reposan con mis sentimientos, como zarzas.
Una espiral como insignia de todas las batallas de las que saliste airosa con dos palabras bien sujetas a tus dientes, la mordedura feroz de una buena leona.

Con el tiempo los chirridos se tornaron a estruendoso silencio mortuorio. Que ya sólo el pecho puede advertir. No abdico a mi silencio, abdico a mi desacuerdo de la muerte de mis clamares.


- ¿Por qué sonríes?
- Porque este mar desierto es mío.
- ¿No puedes ver la decadencia que lo reina?
- Forma parte de mí. Ella es yo y yo soy ella.

Non, tu ne pas un ange.
                                                                

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